Domingo de celebración
por el cumpleaños de Katherine, una de mis amigas más veteranas de Londres.
Hemos revolucionado la oficina del hotel con tarta y champagne cantando el “happy
birthday” en polaco, ruso, español y alemán.
Pese a la
sorpresa, Katherine no podía ocultar en su mirada la tristeza que siente por
cumplir veinticinco años y sentirse vieja. Me confiesa que a su edad se
imaginaba casada y con varios hijos viviendo en una casa a las afueras de Varsovia.
Intento que no me
afecten sus comentarios, pero no puedo evitar pensar que mi situación es aún
peor. A mis casi 28 primaveras, acabo de empezar una profesión de cero, no tengo
novio y vivo en una habitación de un piso compartido. Vamos, estoy hecha una
triunfadora y puedo ir con la cabeza bien alta a cualquier evento social en España.
No dejare que me
afecten las miradas de mis tías del pueblo ni los comentarios de mis primas
cuando debatan entre ellas cual es mi problema. Ya me he acostumbrado a que suelten
perlas tipo: - Mírala, pobrecilla, que sola debe estar en esa ciudad tan fría… lejos
de la familia y sin nadie que se preocupe por ella- o - Con lo mona que es, ¿cómo
es que aún no se ha echado novio? – Sin duda es una rarita, estas niñas de
ciudad…-
He llegado a la conclusión
que no todo el mundo tiene que llevar el mismo ritmo y que prefiero estar sola
que estar con alguien solo por tener compañía. Quizá es verdad que exijo
demasiado y que soy una inconformista nata, pero ¿acaso eso tiene algo de malo?
De momento me concentro en disfrutar el día a día y arrepentirme de lo que
hago, no de lo que no me atrevo a hacer por miedo a fracasar.