No sé si
será la influencia de las comedias románticas americanas, pero toda mi vida he
imaginado que hay alguien especial ahí fuera esperándome. Las flechas de
cupido, las medias naranjas… crecemos pensando que encontraremos a esa persona
especial destinada a compartir con nosotros el resto de nuestra vida y
estaremos felizmente casados y con hijos antes de los treinta.
A medida en
que pasan los años te das cuenta de que la teoría se evapora con la práctica. Relaciones
efímeras, desengaños y traiciones están a la orden del día. Y cada ruptura
conlleva una pesada carga que nos acompañará en futuras historias, minando
nuestra autoestima e impidiendo que empecemos de cero.
Es curioso
como las personas que encuentran a su pareja a una temprana edad suelen terminar
casadas y con hijos, quizá porque han aprendido a caminar en la misma dirección
o quizá porque no saben caminar sin nadie que les coja de la mano.
En mi caso,
no tuve mi primera relación seria hasta pasados los veinte. Por aquella época
no me tomaba la vida demasiado en serio y aún conservaba la inocencia de quien
no ha tenido el corazón roto. Pasé con Juan dos maravillosos años de mi vida en
los que aprendí a ser mejor persona y a pensar en primera persona del plural. Jamás
me he sentido tan feliz, tan segura de mi misma y tan libre.
Nuestra
historia terminó poco antes del tercer aniversario, tras meses de agonía en los
que se rompió algo dentro de mí. No entendía como el amor que sientes por una
persona puede desaparecer de la noche a la mañana y todos los intentos por
salvar una relación resultan inútiles.
Recuerdo
como si fuera ayer cuando empezó todo. Íbamos de camino al cine charlando
animadamente en el coche, cuando al mirar a Juan tuve una sensación parecida al
déjà vu. Fue como si el tiempo se parase y alguien me quitara una venda de los
ojos, de repente nada tenía sentido. Dejé de escuchar sus palabras y me
pregunté a mí misma que hacía con este chico que, de repente, no era más que un
extraño.
El tiempo
no hizo sino empeorar la situación. Empecé a odiar aquellas cosas de Juan que
antes amaba. Se me antojaba insoportable su voz, sus bromas, su risa. No quería
seguir con él, pero no me atrevía a terminar una relación con una persona que
me había dado tanto. No voy a negarlo, tenía medio a estar sola.
La relación
se deterioró hasta tal punto que decidimos darnos un tiempo y pasar las
vacaciones de semana santa separados. Él se marchó a la playa con sus amigos y
yo vine a Londres con mi hermana y un par de amigas. Un mensaje al móvil a mi
llegada al hotel fue todo el contacto que tuvimos y me sorprendí no echándole
de menos. Es curioso como esta ciudad ha marcado tanto mi vida. Por aquella
época no me imaginaba que sería mi destino.
La ruptura
fue inevitable y dolorosa, pero ambos sabíamos que no estábamos hechos el uno
para el otro y bromeamos recordando cómo, en una de nuestras primeras citas, nos
prometimos que nunca seriamos una de esas parejas que ni hablan ni se miran
cenando en un restaurante. Pese a todo, Juan y yo éramos grandes amigos.
Pase los
siguientes tres días sumida en una profunda tristeza. Inapetente y callada en
el trabajo, todos sabían que algo se había roto dentro de mí pero que
necesitaba tiempo para asimilarlo.
Lloraba sin parar al llegar a casa y me dormía llorando cada noche. Al
cuarto día se acabaron las lágrimas y decidí que la vida debía continuar.
Han pasado
cuatro años desde mi ruptura con Juan, quien hoy en día sigue siendo el chico más
importante de mi vida y un referente para mis futuras relaciones. He de
confesar que en momentos difíciles me he preguntado si me equivoqué al dejarle
escapar y pienso que quizá no volveré a vivir una historia parecida con nadie
más.
Para todos
aquellos que os habéis sentido así en algún momento, os recomiendo que veáis
una de mis series de televisión favoritas: “Como conocí a vuestra madre”. Nada
como una buena dosis de comedia (romántica) para superar el desamor e intentar
comprender el complicado juego de las relaciones. Todos mis amigos piensan que
me parezco a Robin, los que me conocen de verdad saben que soy un poco Barney pero,
lo que nadie sabe, es que en el fondo soy Ted.
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