Saturday 11 May 2013

Nadie sabe


No sé si será la influencia de las comedias románticas americanas, pero toda mi vida he imaginado que hay alguien especial ahí fuera esperándome. Las flechas de cupido, las medias naranjas… crecemos pensando que encontraremos a esa persona especial destinada a compartir con nosotros el resto de nuestra vida y estaremos felizmente casados y con hijos antes de los treinta.

A medida en que pasan los años te das cuenta de que la teoría se evapora con la práctica. Relaciones efímeras, desengaños y traiciones están a la orden del día. Y cada ruptura conlleva una pesada carga que nos acompañará en futuras historias, minando nuestra autoestima e impidiendo que empecemos de cero.  

Es curioso como las personas que encuentran a su pareja a una temprana edad suelen terminar casadas y con hijos, quizá porque han aprendido a caminar en la misma dirección o quizá porque no saben caminar sin nadie que les coja de la mano.

En mi caso, no tuve mi primera relación seria hasta pasados los veinte. Por aquella época no me tomaba la vida demasiado en serio y aún conservaba la inocencia de quien no ha tenido el corazón roto. Pasé con Juan dos maravillosos años de mi vida en los que aprendí a ser mejor persona y a pensar en primera persona del plural. Jamás me he sentido tan feliz, tan segura de mi misma y tan libre.

Nuestra historia terminó poco antes del tercer aniversario, tras meses de agonía en los que se rompió algo dentro de mí. No entendía como el amor que sientes por una persona puede desaparecer de la noche a la mañana y todos los intentos por salvar una relación resultan inútiles.

Recuerdo como si fuera ayer cuando empezó todo. Íbamos de camino al cine charlando animadamente en el coche, cuando al mirar a Juan tuve una sensación parecida al déjà vu. Fue como si el tiempo se parase y alguien me quitara una venda de los ojos, de repente nada tenía sentido. Dejé de escuchar sus palabras y me pregunté a mí misma que hacía con este chico que, de repente, no era más que un extraño.

El tiempo no hizo sino empeorar la situación. Empecé a odiar aquellas cosas de Juan que antes amaba. Se me antojaba insoportable su voz, sus bromas, su risa. No quería seguir con él, pero no me atrevía a terminar una relación con una persona que me había dado tanto. No voy a negarlo, tenía medio a estar sola.

La relación se deterioró hasta tal punto que decidimos darnos un tiempo y pasar las vacaciones de semana santa separados. Él se marchó a la playa con sus amigos y yo vine a Londres con mi hermana y un par de amigas. Un mensaje al móvil a mi llegada al hotel fue todo el contacto que tuvimos y me sorprendí no echándole de menos. Es curioso como esta ciudad ha marcado tanto mi vida. Por aquella época no me imaginaba que sería mi destino.

La ruptura fue inevitable y dolorosa, pero ambos sabíamos que no estábamos hechos el uno para el otro y bromeamos recordando cómo, en una de nuestras primeras citas, nos prometimos que nunca seriamos una de esas parejas que ni hablan ni se miran cenando en un restaurante. Pese a todo, Juan y yo éramos grandes amigos.

Pase los siguientes tres días sumida en una profunda tristeza. Inapetente y callada en el trabajo, todos sabían que algo se había roto dentro de mí pero que necesitaba tiempo para asimilarlo.  Lloraba sin parar al llegar a casa y me dormía llorando cada noche. Al cuarto día se acabaron las lágrimas y decidí que la vida debía continuar.

Han pasado cuatro años desde mi ruptura con Juan, quien hoy en día sigue siendo el chico más importante de mi vida y un referente para mis futuras relaciones. He de confesar que en momentos difíciles me he preguntado si me equivoqué al dejarle escapar y pienso que quizá no volveré a vivir una historia parecida con nadie más.

Para todos aquellos que os habéis sentido así en algún momento, os recomiendo que veáis una de mis series de televisión favoritas: “Como conocí a vuestra madre”. Nada como una buena dosis de comedia (romántica) para superar el desamor e intentar comprender el complicado juego de las relaciones. Todos mis amigos piensan que me parezco a Robin, los que me conocen de verdad saben que soy un poco Barney pero, lo que nadie sabe, es que en el fondo soy Ted.

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